Ya iba siendo hora de ver a una de las mejores bandas de los
últimos años en condiciones. En la que era su cuarta visita a la ciudad, la
Sala Bikini, a media asta –normal con
la que está cayendo y el ‘overbooking’ de conciertos de este mes-, recibía al
quinteto norteamericano para presentar su último álbum, el cristalino Heaven. La banda liderada por Hamilton
Leithauser es austera en su puesta en escena,
porque su música es demasiado poderosa como para detenerse, innecesariamente,
en ornamentaciones, que por otra parte, no conducen a nada. Por tanto, sin
teloneros y con el ‘instrumental’ más obvio: batería, órgano, bajo, tres
guitarras y voz, se lanzaron, con puntualidad, a dar todo lo que hasta ahora no
habían podido ofrecer a sus fans más fieles de la ciudad barcelonesa.
Tras un acople tremendo del ampli de su guitarrista Paul Maroon (entre risas de los
implicados), The Walkmen se presentó ante los asistentes, de manera relajada y bien plantados sobre
el escenario. Su recital comenzó con el ocaso melancólico de ‘Line by Line’ hasta que fue abriendo
huecos de luz entre el silencio casi fúnebre de la sala. En realidad, todo era un engaño,
mentirosos ellos, porque tras las sombras llegó la furia y el músculo. Con esa
contundencia, vigor y espasmos de la batería de Matt Barrick, ese híbrido entre
Dustin Hoffman y Carl Wilson, toda la banda arrancó perfectamente engrasada con
‘Love you Love’. La tercera del
repertorio fue ‘ Song for Leigh’, exquista, luego ‘Heartbreaker’, con la voz de
Hamilton aún sin explotar del todo, interpretada de manera más calmada y
compacta que en el disco. The Walkmen
es una banda que bebe, mucho, del cancionero de Johnny Cash y Leonard Cohen,
por ello ‘Blue as Your Blood’, de su anterior disco, Lisbon, es en realidad un sentido homenaje al caballero de negro,
con ese delicioso ritmo (de caballito por la pradera), que
finalmente estalla en una
explosión, casi circense y naïve, de felicidad, siendo, por ello, una de las canciones más celebradas de su
repertorio. Aparcado por un instante su último trabajo, se centraron en lanzar
hits de sus dos discos anteriores: Lisbon
y You and I, ambos sobresalientes y
por tanto repletos de muchas de sus mejores canciones. En
una tanda directa a la yugular se sucedieron: ‘Angela Surf City’, ‘On the Water’,
misteriosa y abrumadora (como siempre), e
‘In the New Year’ nítida y rugosa al mismo tiempo, pero con esos teclados
gloriosos de Peter Bauer que la transforman en clásico incontestable. Para nada
obviaron aquel disco devastador llamado Bows
and Arrows que les lanzó a la fama dentro del circuito alternativo. De él
rescataron la preciosa ‘138th Street’, aquí más acústica, y que pareció sacada
de los muros del Chealsea Hotel
neoyorquino. Casi en el ecuador de la velada, ‘The Witch’ sirvió de sensual
enlace con la oscura e intensa ‘Everyone who pretended to like me is gone’ de
su primer disco -turbadora y revitalizante-. Caldeado el ambiente surgió como un resorte la
inmensa y eterna ‘Canadian Girl’ con esa cadencia y, aparente, arritmia
melódica, mientras es acariciada por los teclados de Bauer y el bajo elegante
de Walter Martin. Sacada de otro tiempo,
incluso sin la sección de vientos, parecíamos estar en algún salón de
baile de los años 30 -pelos como escarpias-.
Echado el grano, brotó el trigo:
‘Juveniles’, un tema que levanta a un muerto, con esa base y ese órgano
litúrgico, todo son rayos de Sol. Ahora sí, una vez más, The Walkmen nos lanzaron su oleaje refrescante y la marea nos llevó
hacia donde ellos quisieron: “You are one
of us”, gritaba sobre las primeras filas Hamilton Leithauser desgañitándose al filo del escenario, mientras señalaba al
público para decirnos que cada uno de nosotros éramos parte de ese clan eterno
y juvenil. Himno generacional, sin duda alguna. Sin tiempo para descansar llegó
la rata, como siempre; incontestable,
con su rabo duro y tieso nos golpeó y después mordió con rabia. Hamilton ya
tenía la garganta caliente, custodiado siempre por el hierático Paul Maroon, mano en el bolsillo mientras se agachaba y
elevaba para sacar aún más fuerza y fuego de sus cavernas. La Sala Bikini ya
ardía, pero no es conveniente apagar el fuego del todo, es mejor encender unas
bengalas y celebrar la catarsis del directo con temas como ‘Love is Luck’,
sensual y adictiva, mezcla de cruces afilados de guitarras, golpes quebradizos
de batería y una pandereta sutil que te lleva donde la voz de su líder quiere;
ahora sí, con la camisa ya por fuera, sonó tan dulce como esa preciosa frase
que contiene su letra: “After the fun,
alter all the bubble gum, there is no sweetness left on my tongue”. Normal
que la siguiente fuese la que abre su nuevo álbum, ‘We can´t be beat’. Guitarra
acústica en mano y con unos coros celestiales acojonantes, por parte de Peter Bauer y Walter Martin, de
fondo sonando el triángulo -todo ello en
una atmósfera perfecta-, hasta que explota con ese aullido que escupe al cielo
su cantante, entonces nos paraliza y seguidamente nos llena de pulsaciones el
interior de nuestro cuerpo. Pues bien, casi todo estaba ya hecho, así que había
que rematar la faena. Heaven, ese single perfecto, irrumpió cristalinamente y
ya nadie permaneció quieto.
Poco después, los bises y un compañero
nuevo: el vino. Aliado perfecto para calentar aún más la voz y el ánimo de
Hamilton, quien alzando la botella, bebió a morro y saludó al público,
manteniendo su línea de educación y agradecimiento constante, llevó a sus
amigos a elevar un concierto hasta esos límites donde la parroquia se va
satisfecha y feliz por haber asistido a algo verdaderamente importante. La
primera fue un rescate que agradecimos, ya que según indicó, no la tocaban
desde hacía mucho tiempo: ‘Wake Up’, de su primer disco, que abrazó a Pixies aún más que en su versión de
estudio. Para un cierre soñado, ‘Another one goes by’, del tercero. Mirror
ball y romanticismo en estado puro.
Pues sí, además de que muchos nos
quitamos la espina de verlos como Dios manda en directo, asistimos a un
concierto memorable y perfecto, ¡brindemos por ello!
Texto y fotos: Javier Mateos
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